Quinientos días pudieron pasar, así como quinientos segundos parecieron y una eternidad para olvidar.
Tan cerca y tan lejos quedan aquellos días en los que parecía todo tan fácil, el infinito al alcance de mi mano.
Podíamos crear tantos mundos como podía alargarse la imaginación.
Quizás suene algo egoísta y contraproducente pero no quería tocar nada. Que nada se moviera de su lugar, que no pasara la vida.
El mundo me importaba un bledo. El mundo, ese mundo que la humanidad habita ya no me importaba. Mi mundo era el importante. Ese planeta habitado por dos personas. Una de ellas era yo y la otra era ella, el único ser vivo con quien me apetecía compartir mi atmósfera. Eso es tener suerte, ¿verdad?
Mi única misión y razón de la existencia de mi mundo era simple. Algo tan sencillo como hacerla feliz.
De aquello ya nadie se acuerda. Solo estas lastimeras líneas honran la memoria de ese bello cadáver que dejamos en la cuneta.
No lo vi venir. Juro que no vi venir aquella edad de hielo, pues jamás imaginé que entre dos manos que se rozan pudiera haber tantas galaxias de distancia.
Y como un gran cambio climático arrasó con todo tipo de vida planetaria.
El fuego aún latente abrasa cada hoja del calendario que no quise pasar por miedo al olvido. Y es que fue un error pensar que el tiempo cumpliría una función cicatrizante.
Todo en esta historia dejó huella. El baile de las cortinas, el embriagador olor de su pelo y hasta el más sumiso de los silencios dejaron heridas tan profundas que me hicieron olvidar lo bonito que es estar enamorado, pues cada recuerdo provoca dolor en un corazón cada vez menos vivo.
El amor es un sentimiento y el mio quedó obsoleto.