miércoles, 16 de julio de 2014

Raíces

Esta es una historia que se remonta 15 años atrás.

Una asociación organiza un evento en el colegio donde estudia José Angel, un niño de 8 años que debido al trabajo de su padre, vive con sus abuelos.
Durante el transcurso de dicho evento, la asociación regala a cada niño una encina para que cada uno la plante donde le plazca.
José Angel escoge un lugar próximo a la casa de campo de sus abuelos para plantar el arbustivo árbol.
Junto a su abuelo y su tío, José Angel pasa un buen rato plantando la pequeña encina.
Mientras cava el hoyo junto a su tío, José fantasea con crecer a la par que su pequeño arbolito, y aunque aún es pequeño, también imagina como dentro de algunos años, sus hijos y nietos verán la gran encina en todo su esplendor.

¿Casualidades de la vida?, ¿jugarretas del destino?... ¿quizás estemos más conectados de lo que creemos con nuestro entorno?

Hoy, 2014.

Han pasado los años, muchas primaveras en las que el pequeño José Angel ha tenido tiempo de hacerse mayor y poner los cimientos de su vida. Por otro lado, la pequeña encina habrá vivido años de abundantes lluvias, sequías, habrá desarrollado un tronco que empieza a ser robusto... habrá grabado anillos en su interior.
Pero por alguna razón que desconozco, tanto el chico como el árbol han recorrido caminos bastante parejos.
Aquel árbol que con tanta ilusión plantó José Angel, sigue tan menudo y débil como el día en que se asentó en esas tierras. Todo su entorno ha evolucionado pero su copa a duras penas se alza sobre la maleza que lo rodea.
La pequeña encina parece carecer de alma, de vida. En ella parece habitar el espíritu de ese niño que la sembró y que también se halla sin rumbo, perdido en la vida... petrificado en el tiempo.

No hace mucho, chico y árbol se volvieron a encontrar, y abriéndose paso entre la maleza parecían decirse con la mirada: "Hola amigo. Cuanto hemos sufrido para terminar siendo... nada".