martes, 30 de agosto de 2022

Eterna adolescencia

La adolescencia es una etapa difícil y a la vez trascendental en la vida de cualquier persona.

Eso sucede porque es el tiempo en el que cada individuo, después de haber adquirido las habilidades y conocimientos básicos para la vida durante la niñez, comienza ha asentarse en el mundo. Quizás aún no sabe como quiere que sea su camino, pero empieza a definirlo y a definirse.

Empieza a desarrollar sus gustos musicales, orientación sexual, un círculo de amistades con nexos comunes. Empieza a decidir lo que le gusta y lo que no. Empieza a formar los aspectos más desarrollados de la personalidad.


Tengo treinta años y creo que me he quedado anclado en la etapa que he descrito antes.

No me identifico con ningún estilo musical, no sé que tres cosas me llevaría a una isla desierta. No sé que me tatuaría, ni si me he enamorado o la razón de la última vez que he llorado.

Ni siquiera sé cual es mi lugar favorito del mundo o el momento más feliz de mi vida. No digo que no los tenga, pero no sé cuales son.


El signo de interrogación me persigue cada día, a cada momento que voy.

Convivo tormentosamente con la angustia del que vive al día. Salvando el momento y sin saber que será mañana.

La casilla de descripción de cualquier red social se convierte en un jeroglífico imposible de descifrar para mi.

No sé quien soy, que me gusta, que me emociona o que me encoleriza.

Eso hace que jamás haya tenido una relación que haya penetrado más allá de la epidermis.


En la vida he ido adquiriendo algunos conocimientos pero me salté el proceso de desarrollo.

Conozco nombres, no historias. Conozco gente, no personas.

Sé como me llamo, pero no sé quien soy. Al punto de descubrirme en una conversación imitando la actitud de algún referente residual que aún conservaba en mi subconsciente.

He intentado imponerme la pertenencia ha algún colectivo por aquello del sentimiento de pertenencia, valga la redundancia, pero me ha sido imposible encajar.

He probado distintas aficiones, trabajos, rutinas. Pero al final todo ha acabado en una hoja en blanco arrugada tirada en la hoguera.


En treinta años, lo único que he averiguado de mi es mi nombre, mi altura, color de pelo, de ojos, que no me gusta el calor, que no puedo dormir con silencio absoluto y sobre todo sé a que dos momentos del pasado me transportaría para cambiar el curso de mi hisoria.

Ahora que lo pienso, no está mal todo lo que sé de mi. Al fin y al cabo mi atención esta siempre centrada en no pisar ninguna mina de las que hay en el suelo que vivo.